Oteando a lo lejos, en el horizonte, el final de mis vacaciones, se me aparecen los fantasmas, algo vagos, pero animándose y despertando a raíz de un post de Julen Iturbe en el que plantea dudas acerca de la necesidad de de la existencia de las empresas. Os recomiendo su lectura.

Pero no es el caso que plantea Julen en esa entrada lo que me motiva a escribir esto, sino otro artículo en el que el mismo autor cuenta el extraño caso de Antonio Pérez.

Voy a tomarme la licencia de transcribirlo literalmente aquí, aunque adaptado al mundo hotelero, que es el mundo en el que se mueve, fundamentalmente, mi blog:

Dicen que había un tal Antonio Pérez que jugaba muy bien al mus y, además, por eso organizaba todos los años el campeonato en el pueblo. Llegó a mover un presupuesto de más de 40.000 euros porque buscó patrocinadores y consiguió hasta 50 parejas. Eso, en un pueblo de tan sólo 1.500 habitantes, era increíble. El director del único banco le conocía muy bien. No recordaba otra persona que fuera capaz de sacarle un préstamo con mejores condiciones. Sí, este Antonio era un tipo listo.

Todos los días laborables, de lunes a viernes, iba a trabajar. Relevo de mañana, de tarde y de noche, una semana y otra. Cogía el coche y con los ojos cerrados era capaz de llegar hasta el hotel, aparcar (siempre en el mismo sitio, a la misma hora) y llegar hasta el vestuario.Las taquillas eran amplias, cabían un montón de cosas allí dentro. Menos mal. Antonio ya había aprendido cómo le gustaba a sus jefes que trabajara. Por eso, lo tenía todo muy bien medido.

Primero se sentaba junto a su taquilla. Cansinamente, en un metódico ritual, se quitaba sus ropas de calle y se colocaba las de trabajo. Pantalones, camisa, chaquetilla, corbata . Lo de siempre. Luego, con cuidado, abría la tapa que le cubría los sesos. La cremallera funcionaba bien, muy bien. Meticulosamente, extraía su cerebro, una extraña materia gris que le daba grandes poderes fuera del trabajo. Dejaba aquel cerebro sobre una mullida toalla en la balda más alta de la taquilla. Después se cerraba la tapa de los sesos y… ¡listo! Podía empezar a trabajar.

A él nunca le habían pagado para pensar. Venía a hacer, no a pensar. Hacer lo que le dijeran, ése era su cometido. Y había descubierto que lo podía hacer sin malgastar una sola neurona. Igual que conducir. Había descubierto que pisaba el embrague para cambiar de marcha y no pensaba en ello. Lo hacía y, además, lo hacía bien. Pues en el trabajo igual. Sus jefes estaban contentos. Hacía lo que ellos le mandaban. Ellos pensaban y él trabajaba.

¿Te gustaría ser Antonio Pérez?

Las personas nos distinguimos del resto de los seres porque somos capaces de pensar. Es sólo cuestión de práctica

Puede que haya personas que se acomoden a esta situación (de hecho yo conozco unas cuantas). Puede que haya más personas de las que imaginemos que se encuentran en esta situación. Nadie debería permitir que en un hotel, o en cualquier otra empresa se echaran a perder los cerebros de aquellos que trabajan. Y la dirección del hotel no debe permitirlo, primero, porque el hotel pierde oportunidades de crecimiento y desarrollo inimaginables y segundo, por respeto a las personas inteligentes y valiosas que día a día dan la cara en el entorno laboral.

No acostumbro a copiar y pegar textos de otros blogs en el mío, así sin más. Esta vez lo hago, con el permiso de Julen, hilvanando esta historia con mi post anterior, y cayendo en la cuenta de que tanto Julen, como Juan, como yo, en este caso, intentamos transmitir lo mismo. Yo, concretamente, en este momento, me limito a dar algo de difusión en mi pequeño blog a la idea de otros.