Hamlet

Hamlet

Ayer, tras un día complicado en Barcelona, volvía en tren, cansado, con ganas de llegar y pensando en cómo ir preparando el día siguiente. En esas estaba, absorto, cuando vi que el tipo que tenía en el asiento de enfrente hablaba solo, diciendo cosas bastante extrañas y ciertamente preocupantes. Ya era grande mi sensación de sorpresa cuando descubrí que su cara y su aspecto me eran tremendamente familiares. La sorpresa fue mayúscula, acompañada de un grito ahogado cuando vi claramente que el tipo en cuestión era yo mismo. Podéis imaginaros la situación, tan paranormal como inverosímil. Mas yo, lejos de apartar semejante alucinación de mi cabeza, insistí en investigar lo que estaba ocurriendo y decidí entablar una conversación con mi otro yo. ¡Qué locura!

Resulta que momentos antes al tipo, o sea, a mí, se le había aparecido el fantasma de mi padre, cosa más que extraña, pues mi padre está muy vivo y por muchos años. El caso es que el fantasma me contaba que su hermano le había matado por no sé qué suerte de sucesión en la corona de Dinamarca. Así que, recapitulando, mi padre era el antiguo rey de Dinamarca y, por consiguiente, ¡yo era el príncipe de Dinamarca! No podía creer lo que me estaba ocurriendo. Notaba como el resto de los pasajeros del tren me miraban atónitos, pero yo no podía frenar la situación, pues ésta me superaba. Era consciente de que no existía una lógica para explicar todo aquello que me estaba pasando, mas era real.

Lo que ocurrió a continuación superaba todo lo acontecido hasta entonces. He de deciros que sin haber tenido nunca ningún tío carnal, resulta que ahora me sale uno que ni conocía, resultando ser el asesino de mi padre y, además, rey de Dinamarca. Mi nuevo tío se llamaba Claudio y había matado a mi padre para conseguir el trono danés. Fue por esto por lo que el fantasma de mi padre se me había aparecido en el AVE Barcelona-Madrid para comunicarme su imperioso deseo de que fuera yo el que vengara su muerte, cargándome a todo el que se interpusiera en el camino que me llevaría a ejecutar mi venganza. Todo terminó de trastocarse cuando mi suegro , de nombre Polonio, aunque siempre había sido Luis, estuvo hablando con mi mujer que ahora se llamaba Ofelia, en lugar de Paloma para comentar que yo me había vuelto loco perdido.

Para enredarlo todo aún más si cabe, mi recién descubierto tío se había casado con mi madre y, juntos, estaban elaborando un plan para espiarme, junto a mi suegro y declararme definitivamente loco. Todo era una estratagema urdida por mi tío Claudio encaminada a deshacerse de mí. Yo, entre tanta locura, no daba pie con bola. Tal era el lío en el que me había metido sin buscarlo, que, de puro nervio, sin saber lo que hacía, mato a mi suegro al confundirlo con mi tío. El hombre estaba espiando detrás de la cortina cuando lo atravesé con una espada que, vete tú a saber de dónde la había sacado. En mi doble conciencia sabía que muchos de los pasajeros del tren tendrían que estar pensando en llamar a la policía, o al manicomio, porque tales escenas no podían concebirse en un aparentemente tranquilo viaje en tren. Pero estaba pasando y yo era incapaz de frenar tanta locura.

En poco tiempo mi padre se me había aparecido en forma de ánima, yo había matado a mi suegro por error y, lo peor, mi mujer se había suicidado ahogándose en un río. Si no es para volverse loco del todo, que venga Dios y lo vea. Como consecuencia de lo de mi mujer, mi cuñado, que ahora se llamaba Laertes, quiso vengar la muerte de su hermana y también vino presto a matarme, justamente en el entierro y funeral de ¿Ofelia?. En la trifulca, él fue el que salió mal parado, además de mi madre, que también murió envenenada con una copa de vino destinada a su consumo por mi parte. Como son las cosas de madre e hijo que hasta el propio azar pone por delante la vida de una madre ante la posibilidad de peligro del hijo. Ya sólo falto yo, sólo falta mi propia muerte entre tanta desolación. No se hará esperar, pues mi cuñado Laertes me ha herido con la misma espada envenenada que yo he usado para matarle a él.

Justo cuando voy a morir y a contarle toda la historia a mi amigo Horacio, un alarido ha enmudecido el AVE Barcelona-Madrid. Me he despertado sobresaltado y mirando a derecha e izquierda, hacia delante y hacia atrás. Todos me miraban. Ha sido entonces cuando he comprendido todo…

Un consejo que os doy: no dejéis de leer o releer Hamlet, de Shakespeare, no os lo perdáis, pero no lo hagáis justo antes de dormiros, que corréis el riesgo de tener un mal sueño.

El viejo y el mar

El viejo y el mar

Luego virará y se lo tragará… Cuando Santiago, un viejo pescador que tenía los ojos del color mismo del mar, en plena lucha contra uno de los peces de su vida, pensó esto, no lo dijo en voz alta porque sabía que cuando uno dice en voz alta algo bueno, probablemente no suceda. ¿Cuántas veces y en qué momentos nos hemos dicho esto cada uno de nosotros? Cuando esperamos a que ocurra lo soñado, lo luchado, lo esperado con la ansiedad de un niño la noche de Reyes; en esos momentos, la mayoría de nosotros hemos pensado de forma semejante al viejo Santiago.

Hay una fe que reside nada más en las entrañas de los niños y los viejos, igual que hay momentos de nuestra vida en los que somos viejos pescadores dispuestos a plantar cara a nuestro destino y a luchar contra la pieza de nuestra vida en un combate en el que sólo nuestro tesón y una fuerza, desconocida hasta entonces, surgida del fondo de nuestro ser, nos empuja a seguir luchando, porque la recompensa va a merecer la pena. Las fuerzas de un niño y un viejo unidas podrían ser invencibles. Pero resulta que el niño ya no puede acompañar al viejo y es éste el que tiene que enfrentarse en soledad. No olvidemos que se trata del pez de nuestra vida, ese que hemos salido a buscar decididamente y por encima de todo y que, gracias a esta valiente decisión, hemos visto cómo se presentaba ante nuestros ojos – ahora también del color del mismo mar – haciéndonos comprender que debemos darlo todo, incluso esa parte de nuestra personalidad que perdimos hace tiempo y que creíamos desaparecida para siempre. Es en esos momentos cuando descubrimos que aquello de querer es poder se convierte en una realidad.

Vivir en nuestro interior la pelea de un viejo pescador que, tras 84 días seguidos sin pescar un solo pez, se lanza a la penúltima aventura de su vida con una fe ciega en su futuro éxito y leer paso a paso su lucha, con tal detalle que parece que lo vivimos, que nos duelen nuestras propias manos y sentimos también el calambre en la espalda, hace que El viejo y el mar de Ernest Hemingway supere con creces a la mayoría de libros de autoayuda que en el mundo han sido. Una primera lección que debemos grabarnos a fuego es aquella que nos dicta la razón cuando somos capaces de aprovechar nuestras fortalezas al cien por cien, sabiendo que aquello contra lo que luchamos no podrá jamás superarlas…

…Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos, aunque son más nobles y más hábiles…

Y, por fin lo logra. ¡Llega su gran momento! La pelea ha terminado y lo que queda ya es pan comido. No es un sueño; la creencia en el poder de uno mismo es la mejor arma para llegar a alcanzar los sueños. Pero, como dice el viejo Santiago, nada es fácil.

Cuando crees que has alcanzado el anhelo más increíble de tu vida, en el camino de vuelta te encuentras con otro obstáculo más grande. Aún así, te quedan fuerzas para pensar y seguir creyendo…

… Pero el hombre no está hecho para la derrota – dijo -. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.

Puedes luchar contra los obstáculos utilizando tu inteligencia y tu sabiduría, pero no puedes luchar contra la fuerza bruta de aquellos que vendrán a arrebatarte lo que es tuyo, simplemente porque son más y más fuertes que tú; sin embargo siempre deberás tener presente una certeza, aquella que te hará creer que hay una victoria más allá de la que tú veías como la más grande. Una victoria que tu lucha te trae en bandeja y que ni en tus más profundos sueños podrías haber imaginado. De nuevo el niño aparece, noble y limpio de pensamientos que puedan distorsionar la alegría de ser él mismo el que lleve al viejo la gran noticia inesperada.

Libros de autoayuda hay muchos y muy buenos, sí, pero ninguno como El viejo y el mar de Hernest Hemingway.

Imagen: El viejo y el mar

Leyendas de Bécquer

Leyendas de Bécquer

Hoy es el 184 aniversario del nacimiento de Gustavo Adolfo Bécquer  y es hoy cuando recuerdo algo que me pasó allá por 1984…

Juraría que no lo soñé, casi podría asegurar que conocí a Bécquer un mes de mayo, en el bar Rodri, junto a mi colegio. Era por la tarde y no hacía mucho calor, algo impropio de esa época. Venía disfrazado de policía, pero el bigote y la perilla le delataron. Se sentó junto a mí, con un botellín en la mano y me contó que una vez hubo en Asia un hombre al que llamaban El caudillo de las manos rojas, el cual vivió una trágica historia de amor por el que tuvo que pasar numerosas pruebas a cual más dura. Atónito me quedé escuchando y más atónito aún cuando descubrí que al hablar de Maese Pérez, el organista, lo reconocí recordando que ya había leído la historia del tal Pérez y ese órgano que sonaba sin que nadie pulsara sus teclas. Botellín tras botellín su voz me iba embrujando. Había leído las leyendas de Bécquer, pero nunca sospeché que un día fuera a escuchárselas contar a él mismo de viva voz. Continuó hablando del embrujo de unos Ojos verdes sin dueña, que se reflejaban en el agua, de delitos cometidos por amor, como el de un hombre que robó La ajorca de oro que pertenecía a la virgen de una catedral para regalársela a su amada, pagando terribles consecuencias por ello. Consecuencias parecidas a las que tuvieron que pagar aquellos que osaron jugar con el diablo en Bellver, según cuenta la leyenda de La cruz del diablo… Los botellines empezaban a pesar.

Otro botellín y otra leyenda; El Cristo de la calavera, La corza blanca, La rosa de pasión,… El policía Bécquer tenía necesidad de contarlo a alguien porque sabía de buena tinta que nadie le reconocería su genialidad hasta después de muerto. Así fue, sí. Tanto diablo, ánimas y misterios harían mella en él y lo sabía. Y hablando de ánimas y mellas, caló en mi especialmente la leyenda de El monte de las ánimas, el cual – aseguraba mi aparición de Bécquer – existe en Soria y no voy a ser yo el que vaya por allí una noche de Todos los Santos, que siempre he tenido mucho respeto a los guerreros templarios, que parece ser que vagan por allí esa noche.

En un despiste intentó hablarme de poesía, pero hábilmente redirigí la conversación puesto que ese tema estaba ya zanjado y se lo demostré enseñándole una reseña de sus poemas en loff.it, una revista digital que todos deberían leer de vez en cuando. Parece que con esa prueba se dio por satisfecho y prosiguió con sus leyendas. Imaginaos la escena cuando de repente gritó: ¡Es raro! Y a fe que lo era, mas ese grito no significaba más que el título de otra de sus leyendas – esta no la había leído -. De esta nueva historia sólo podría contaros que es no apta para personas con propensión a la tristeza, que más vale que os la saltéis si no queréis pasar un auténtico mal rato. Mira que era trágico este Bécquer. Anduvimos así, entre botellines,  reviviendo drama tras drama; La promesa, El beso, La cueva de la mora, El gnomo o El miserere.

Unas horas después fue cuando realmente comprendí todo. El maestro Bécquer volvía de nuevo a La venta de los gatos en Sevilla – o eso era lo que él creía que era el bar Rodri -. Evidentemente se había equivocado, pero lejos de sacarle de su error, le empujé a que terminara la última historia, la de la venta de los gatos, a la cual volvía cada 10 años y, al no dar nunca con ella, se metía en un bar cualquiera y perdía la razón.

Se fue por donde había venido y aún yo no sé si lo soñé o fue real. No todos los días se te aparece el espíritu de Bécquer y menos aún para contarte él mismo sus leyendas. Apuré el último botellín y miré sobre la mesa en la que se hallaba la gorra de policía que Bécquer había olvidado. Tal fue mi asombro que me quedé como la mujer de la última leyenda; una leyenda que no llegó a contarme, pero que sí he leído: La mujer de piedra.

Leer poesía

Leer poesía

Es cierto y muy posible que – como dicen muchos – la poesía no haya quien la entienda. Incluso otros, los más aventurados exploradores de la comunicación en verso, sostienen que la poesía no debería publicarse, porque el poeta es el único que sabe realmente qué es lo que está queriendo expresar con sus poemas. Su publicación podría compararse, entonces, con una suerte de prostitución de los sentimientos del que se atreve a escribirla. Sin temor a equivocarnos, muchas veces podemos relacionar la poesía con el arte abstracto; visto así, cualquiera puede escribir poesía, así como cualquiera puede pintar un cuadro “sin sentido”. Pero no, nada más lejos de la realidad.

Hasta aquí habrá muchos que estén de acuerdo y muchos otros también que se estén echando las manos a la cabeza pensando que todo esto que he dicho roza la insensatez. Es posible, tampoco lo voy a negar. Sin embargo soy de los que piensan que para poder comprender un poema, deberíamos estar poniéndonos en el lugar del poeta en el momento justo en el que escribió aquello; experimentando exactamente sus emociones, sus miedos, o el episodio que vivió en el pasado y que le dio pie a ver un trocito de mundo plasmándolo en unas pocas líneas cargadas de intensidad y fuerza sísmica. Esto, estaréis de acuerdo, es imposible. Intensidad y fuerza sísmica…  Seguramente el poeta no pretende que comprendamos lo que siente en el momento exacto en el que escribió – seguro que, en ocasiones, ni siquiera él lo sabe -, sin embargo, lo que si sabe el poeta a ciencia cierta es que esos pocos versos que pone al alcance de cualquiera que quiera leerlos, van a lograr que el lector los adapte y los relacione con sus propios sentimientos, sus emociones, sus miedos o el episodio que vivió en el pasado, siendo imposible para él explicarlo… Y de pronto este lector descubre que un simple poema que cae en sus manos contiene las palabras precisas que necesitaba leer.

Nadie nos dice que tengamos que comprender nada de lo que leemos cuando leemos poesía. Nadie debería decir que cojamos un poemario cualquiera y nos pongamos a leer, diciéndonos a nosotros mismos que es bueno o malo. Es cierto que leer poesía y comprenderla es difícil, sin embargo os aseguro que es una de las actividades, relacionadas con la lectura, más gratificantes que hay.

Leamos poesía, pero, de inicio, si nunca lo habéis hecho o vuestros intentos han sido fallidos, os recomiendo que comencéis por poesías fáciles. ¿Quién no ha probado con Becquer? Hoy no recomiendo ningún libro en especial, aunque mi apuesta para acercarse al mundo de la poesía es tomar una de esas recopilaciones con Las mil mejores poesías en lengua castellana. Al tratarse de una cuidada selección, os aseguro que daréis con un buen número de poemas que rápidamente relacionaréis con vuestros propios sentimientos, emociones, miedos o episodios de vuestra vida cuyo efecto nunca supisteis explicar con las palabras adecuadas.

Cien años de soledad

Cien años de soledad

Yo estuve en Macondo, lo sé. Hoy cierro los ojos y aún soy capaz de transportarme al aroma de su entorno. Todo ocurre porque llevo en mi mano los pergaminos de Melquiades, el gitano que, como sabéis, nos trae al pueblo los inventos más innovadores de los últimos tiempos, llevando siempre consigo esos pergaminos intraducibles. Hoy los tengo yo. Abro los ojos…

Ahora estoy aquí, frente a este texto que intento descifrar antes de ser escrito – como los pergaminos-. Fue en el segundo intento cuando logré  comprender todo lo que encierran cien años de soledad. Si, os confieso que la primera vez que abrí la obra maestra de García Márquez lo abandoné cuando llevaba leídas unas pocas decenas de páginas. Años después lo retomé, comencé de nuevo y no pude evitar leerlo de un tirón. Los pergaminos de Melquiades me tenían loco.

Pero mientras se averiguaba o no el significado de los dichosos pergaminos, estuve en ese lugar, lo sé. Estuve con José Arcadio Buendía, obligado fundador de Macondo, a causa de Prudencio Aguilar, al que mató en duelo y un maldito remordimiento estuvo persiguiéndolo toda su vida. Y con Úrsula Iguarán, su esposa y la espina dorsal de toda la familia – años de vida le avalan – desde el primero hasta el último; el pobre niño que nació con cola de cerdo y que se comieron las hormigas. No pude estar allí en ese momento para ayudarle. ¡Una lástima! Pero ya se sabe que un matrimonio con un vínculo familiar conlleva el riesgo de tener un descendiente con cola de cerdo.

No menos asombroso fue ver cómo Remedios desaparecía elevándose envuelta en una sábana y, más asombroso aún, aquel diluvio que duró más de cuatro años de forma ininterrumpida.  O la peste del insomnio, una extraña enfermedad que provoca que, quien la padece, deja de dormir y pierde la memoria. Estuve allí y lo viví, porque leí todo el libro de un tirón  – si, en mi segundo intento – porque me tenían loco los pergaminos de Melquiades, los cuales encierran todo el misterio de Cien años de soledad

Gabriel García Márquez consigue que hoy, muchos años después, frente a una pantalla de ordenador, yo haya de recordar aquella tarde remota en la que cayó en mis manos por segunda vez su obra maestra Cien años de soledadhaciéndome creer que yo estuve en ese lugar. Algo parecido a lo que le ocurriera al primero de los hijos de José Arcadio y Úrsula que naciera en Macondo: Aureliano. Porque ya sabéis que…

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo.

Sólo el principio ya es absolutamente brillante y desprende realismo mágico por los cuatro costados. No puedo creer que haya quien aún no lo haya leído.