por Rafael Martínez | Mar 19, 2022 | Libros
Kateryna es frágil y menuda. Tiene las piernas tan delgadas que, cuando camina, parece que se le van a quebrar a cada paso que da. Pero hoy no hay peligro de que se le quiebren las piernas porque no se mueve. Kateryna está quieta y permanece inmóvil, aterrada por lo que oye, lo que escucha, lo que siente. Muy cerca de donde está su pequeño cuerpo, se distinguen fogonazos, explosiones ensordecedoras, gritos de auxilio y silbidos de balas.
Kateryna mueve los ojos a un lado y a otro cuando, a escasos metros, decenas de botas negras avanzan a toda velocidad sin reparar en ella. Entonces recuerda. Recuerda cuando, sentada en el regazo de su madre, envuelta en el calor del hogar, veía en la tele esos documentales de la Sabana en los que manadas de búfalos hacían temblar la tierra, levantando el polvo y arrasando todo lo que encontraban a su paso. Lo recuerda con una sensación de amargura, preguntándose dónde estará su madre ahora que la necesita. Kateryna está sola. Los brazos de su madre no la envuelven y no escucha el llanto egoísta de su hermano recién nacido. Esos pensamientos revolotean por su cerebro, difusos y, sin embargo, firmes. Como los que le traen de nuevo a su abuelo Nikolai, aunque estos son tristes. A pesar de tener sólo seis años, aún pervive en ella el recuerdo de su abuelo sentándola sobre sus piernas y contándole historias de cuando Ucrania no era esto en lo que se ha convertido.
Kateryna está sola y no se mueve. Sólo puede dirigir su mirada a un lado y a otro y no encuentra nada de su pasado, un pasado de apenas una semana, en el que recuerda a su padre, cuando aún iba a arroparla al meterse en la cama y le daba un beso de buenas noches. Entonces, en el cielo sólo se veían estrellas y se escuchaba el suave murmullo de una oscuridad amable. Desde hace unos días, esa oscuridad ya no existe, ni se ven las estrellas en el cielo. El cielo y la oscuridad ahora suenan como nunca lo habían hecho y Kateryna ruega para que no llegue la noche, porque está sola, sin su madre, que siempre la abraza; sin su padre y su beso de buenas noches; ni siquiera está su hermano recién nacido, con su molesto llanto, que ahora le parece angelical.
Esta mañana Kateryna estaba sola y ha salido a la calle a buscar a alguien que la ayudase. Antes, ha tenido que sortear los cuerpos sin vida de su madre y de su hermano recién nacido. Es tan pequeña e inocente que ha pensado que dormían. Con su muñeca bajo el brazo, ha cruzado la calle. Al llegar a la acera de enfrente, ha sentido un doloroso pinchazo en su espalda cuando la metralla de una bomba despistada se ha incrustado en su espina dorsal. Ahora está tendida en el suelo y no puede moverse. Sólo puede mover los ojos a un lado y a otro y observar las botas negras que pasan a toda velocidad saltando su pequeño cuerpo.
Anochece, Kateryna lucha por levantar un brazo y no puede. No sabe por qué, ni entiende qué ocurre. Tan solo espera que algunas de esas botas negras sean las de su padre, ahora soldado, que parará junto a ella, la cogerá en brazos, la llevará a su cama y le dará ese beso de buenas noches, como lo hacía cuando Kiev era el mejor lugar del mundo para vivir.
Veo volar por los aires la fachada del edificio en el que se encuentra mi casa, corro todo lo que puedo, rezando para encontrar a mi familia sana y salva. Antes de llegar, justo en la acera de enfrente, tropiezo con el pequeño cuerpo de Kateryna. Aún respira. Mueve de lado a lado sus grandes ojos azules. Su muñeca está a unos metros de ella. La cojo y se la pongo entre sus brazos. Pero Kateryna no se mueve. Sólo es capaz de dirigirme su mirada triste, con la que me hace preguntas para las que no tengo respuestas. Le doy un beso -sé que lo necesita- y la abrazo como lo he hecho siempre, con la esperanza, esta vez, de que tenga un final digno y nunca más vuelva a sentirse sola.
(Relato presentado al concurso #VocesdeUcrania de Zenda Libros)
por Rafael Martínez | Mar 18, 2020 | Libros
Os invito a dar un paseo por la Francia de la tercera década del siglo XIX. Tened en cuenta que en esa época, últimos años de la Restauración Borbónica, había grandes tensiones entre los republicanos del momento y la aristocracia católica. Un momento histórico en el que para poder ascender de estrato social y codearse con las altas esferas era necesario tener un elevado nivel de inteligencia además de saber encontrar el camino más rápido: pertenecer a la iglesia (negro) o al ejército (rojo).
En este contexto, Julien Sorel, hijo de un aserrador que únicamente da valor a las aptitudes manuales, dejando de lado las intelectuales, observa cómo su hijo Julien – según su criterio – pierde el tiempo con esa obsesión por aprender y esa inquietud por desarrollar sus capacidades cerebrales. Pero lo que Julien se ha marcado como meta en su vida es llegar a ser un miembro de la alta sociedad, a pesar de sus orígenes.
Para alcanzar sus objetivos toma los dos caminos fáciles, el de la iglesia en la primera parte del libro y el del ejército en la segunda. Claro, dicho así se ve fácil, pero no es tal, pues la historia se carga de intensidad cuando aparecen las protagonistas femeninas a las que Julien Sorel elige como rampa de lanzamiento para la consecución de sus ambiciones. Lo que ocurre es que su estrategia no está exenta de dificultades, primero con el confiado esposo de su primera amante, Luisa Renal; después con el deshonrado padre de la segunda, Mathilde de La Mole.
Toda una trama de ambiciones, romances, celos, venganzas, crímenes y amores eternos que hacen que la novela de Stendhal, El rojo y el negro, resulte vibrante, tanto por su argumento como por el estilo narrativo.
A mi particularmente, este tipo de novela, encuadrada dentro de lo que se llama novela sicológica o realismo sicológico, me gusta especialmente porque no sólo tiene trenzado un argumento que engancha, sino que va más allá de la propia narración de los hechos y analiza cada cosa, cada acción o actitud, adentrándose en los motivos que llevan al personaje a realizarla. Un ejemplo muy claro de este tipo de novela lo tenemos en la novela Crimen y castigo. Por supuesto, esta técnica narrativa es endiabladamente difícil de dominar, ya que el autor corre el peligro de salirse del argumento, enredándose con los pensamientos de los personajes, hasta que se pierde, costándole mucho esfuerzo volver a coger el hilo. Si eso le ocurre al autor, podemos imaginar lo que le pasa al lector… Pero, claro, en este caso estamos hablando de El rojo y el negro, de Stendhal, es decir, palabras mayores.
por Rafael Martínez | Mar 16, 2020 | Libros
Desde siempre es bien sabido que un inicio de algo, lo que sea, que contenga una fuerza tal que absorba la atención del que lo vive, que tenga el poder de cautivar a quien lo recibe, genera una disposición a continuar que no sería tan intensa sin ese inicio. En la literatura, se trata ni más ni menos que de lograr que el lector sea capaz de imaginar la situación con un mínimo esfuerzo, que viva ese primer párrafo como si estuviera ocurriendo realmente o como si situara al propio lector en el centro de la acción. El primer párrafo de una novela es fundamental y hay ejemplos de grandes genios que dieron en el clavo en el momento de escribir aquello que escribieron y dieron en el clavo para llegar a construir lo que con el tiempo sería una obra maestra.
Sin embargo, aunque tardemos escasos segundos en leer estos primeros párrafos, de lo que no somos conscientes del esfuerzo que hubo de hacer, la cantidad de veces que escribió y reescribió García Márquez ese gran comienzo de la novela que todos conocemos, contándonos que Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Hay quien dice que pasaron meses hasta que encontró su principio perfecto.
En otras ocasiones parece que el escritor escribe por obligación y que, cuando termine esa novela, nunca jamás volverá a escribir otra. Claro, esto, a toro pasado, es muy fácil apreciarlo, ¿no? ¿Creéis que fue eso lo que le ocurrió a Sallinger cuando empezó a decir aquello de Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no me apetece contarles nada de eso.
José Saramago, por su parte nos mete de lleno en la novela, invitándonos a revivir algo que todos hemos vivido miles de veces y en cuyos detalles nunca nos hemos parado a pensar. ¿Quién no ha vivido esto? Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador de paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso.
Me encantan los inicios en los que nos dicen que va a ocurrir algo y van nombrando a los protagonistas, como si les conociéramos de toda la vida. Lo que de inicio no nos cuenta Tolkien es la grandiosa aventura que estamos a punto de vivir. No nos lo cuenta, pero los detalles que aparecen en tan solo 3 líneas ya nos dan una idea de ello: Cuando el señor Bilbo Bolsón de Bolsón Cerrado anunció que muy pronto celebraría su cumpleaños centesimodecimoprimero con una fiesta de especial magnificencia, hubo muchos comentarios y excitación en Hobbiton.
A mí personalmente me impactó lo que Javier Marías insinuó en una de sus magníficas novelas. Todo indicaba que nos esperaba una trepidante historia que no había hecho más que comenzar. Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros.
Lo que nunca morirá son aquellas novelas que nacieron para ser eternas y que perdurarán por los siglos de los siglos. Éstas dos, no está previsto que mueran junto a nosotros. Quizás Cervantes y Dickens no lo sabían a ciencia cierta, pero seguro que, al menos, lo sospecharon.
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
(Imagen – Pixabay)
por Rafael Martínez | Feb 25, 2020 | Libros
Ayer, tras un día complicado en Barcelona, volvía en tren, cansado, con ganas de llegar y pensando en cómo ir preparando el día siguiente. En esas estaba, absorto, cuando vi que el tipo que tenía en el asiento de enfrente hablaba solo, diciendo cosas bastante extrañas y ciertamente preocupantes. Ya era grande mi sensación de sorpresa cuando descubrí que su cara y su aspecto me eran tremendamente familiares. La sorpresa fue mayúscula, acompañada de un grito ahogado cuando vi claramente que el tipo en cuestión era yo mismo. Podéis imaginaros la situación, tan paranormal como inverosímil. Mas yo, lejos de apartar semejante alucinación de mi cabeza, insistí en investigar lo que estaba ocurriendo y decidí entablar una conversación con mi otro yo. ¡Qué locura!
Resulta que momentos antes al tipo, o sea, a mí, se le había aparecido el fantasma de mi padre, cosa más que extraña, pues mi padre está muy vivo y por muchos años. El caso es que el fantasma me contaba que su hermano le había matado por no sé qué suerte de sucesión en la corona de Dinamarca. Así que, recapitulando, mi padre era el antiguo rey de Dinamarca y, por consiguiente, ¡yo era el príncipe de Dinamarca! No podía creer lo que me estaba ocurriendo. Notaba como el resto de los pasajeros del tren me miraban atónitos, pero yo no podía frenar la situación, pues ésta me superaba. Era consciente de que no existía una lógica para explicar todo aquello que me estaba pasando, mas era real.
Lo que ocurrió a continuación superaba todo lo acontecido hasta entonces. He de deciros que sin haber tenido nunca ningún tío carnal, resulta que ahora me sale uno que ni conocía, resultando ser el asesino de mi padre y, además, rey de Dinamarca. Mi nuevo tío se llamaba Claudio y había matado a mi padre para conseguir el trono danés. Fue por esto por lo que el fantasma de mi padre se me había aparecido en el AVE Barcelona-Madrid para comunicarme su imperioso deseo de que fuera yo el que vengara su muerte, cargándome a todo el que se interpusiera en el camino que me llevaría a ejecutar mi venganza. Todo terminó de trastocarse cuando mi suegro , de nombre Polonio, aunque siempre había sido Luis, estuvo hablando con mi mujer que ahora se llamaba Ofelia, en lugar de Paloma para comentar que yo me había vuelto loco perdido.
Para enredarlo todo aún más si cabe, mi recién descubierto tío se había casado con mi madre y, juntos, estaban elaborando un plan para espiarme, junto a mi suegro y declararme definitivamente loco. Todo era una estratagema urdida por mi tío Claudio encaminada a deshacerse de mí. Yo, entre tanta locura, no daba pie con bola. Tal era el lío en el que me había metido sin buscarlo, que, de puro nervio, sin saber lo que hacía, mato a mi suegro al confundirlo con mi tío. El hombre estaba espiando detrás de la cortina cuando lo atravesé con una espada que, vete tú a saber de dónde la había sacado. En mi doble conciencia sabía que muchos de los pasajeros del tren tendrían que estar pensando en llamar a la policía, o al manicomio, porque tales escenas no podían concebirse en un aparentemente tranquilo viaje en tren. Pero estaba pasando y yo era incapaz de frenar tanta locura.
En poco tiempo mi padre se me había aparecido en forma de ánima, yo había matado a mi suegro por error y, lo peor, mi mujer se había suicidado ahogándose en un río. Si no es para volverse loco del todo, que venga Dios y lo vea. Como consecuencia de lo de mi mujer, mi cuñado, que ahora se llamaba Laertes, quiso vengar la muerte de su hermana y también vino presto a matarme, justamente en el entierro y funeral de ¿Ofelia?. En la trifulca, él fue el que salió mal parado, además de mi madre, que también murió envenenada con una copa de vino destinada a su consumo por mi parte. Como son las cosas de madre e hijo que hasta el propio azar pone por delante la vida de una madre ante la posibilidad de peligro del hijo. Ya sólo falto yo, sólo falta mi propia muerte entre tanta desolación. No se hará esperar, pues mi cuñado Laertes me ha herido con la misma espada envenenada que yo he usado para matarle a él.
Justo cuando voy a morir y a contarle toda la historia a mi amigo Horacio, un alarido ha enmudecido el AVE Barcelona-Madrid. Me he despertado sobresaltado y mirando a derecha e izquierda, hacia delante y hacia atrás. Todos me miraban. Ha sido entonces cuando he comprendido todo…
Un consejo que os doy: no dejéis de leer o releer Hamlet, de Shakespeare, no os lo perdáis, pero no lo hagáis justo antes de dormiros, que corréis el riesgo de tener un mal sueño.
por Rafael Martínez | Feb 22, 2020 | Libros
Luego virará y se lo tragará… Cuando Santiago, un viejo pescador que tenía los ojos del color mismo del mar, en plena lucha contra uno de los peces de su vida, pensó esto, no lo dijo en voz alta porque sabía que cuando uno dice en voz alta algo bueno, probablemente no suceda. ¿Cuántas veces y en qué momentos nos hemos dicho esto cada uno de nosotros? Cuando esperamos a que ocurra lo soñado, lo luchado, lo esperado con la ansiedad de un niño la noche de Reyes; en esos momentos, la mayoría de nosotros hemos pensado de forma semejante al viejo Santiago.
Hay una fe que reside nada más en las entrañas de los niños y los viejos, igual que hay momentos de nuestra vida en los que somos viejos pescadores dispuestos a plantar cara a nuestro destino y a luchar contra la pieza de nuestra vida en un combate en el que sólo nuestro tesón y una fuerza, desconocida hasta entonces, surgida del fondo de nuestro ser, nos empuja a seguir luchando, porque la recompensa va a merecer la pena. Las fuerzas de un niño y un viejo unidas podrían ser invencibles. Pero resulta que el niño ya no puede acompañar al viejo y es éste el que tiene que enfrentarse en soledad. No olvidemos que se trata del pez de nuestra vida, ese que hemos salido a buscar decididamente y por encima de todo y que, gracias a esta valiente decisión, hemos visto cómo se presentaba ante nuestros ojos – ahora también del color del mismo mar – haciéndonos comprender que debemos darlo todo, incluso esa parte de nuestra personalidad que perdimos hace tiempo y que creíamos desaparecida para siempre. Es en esos momentos cuando descubrimos que aquello de querer es poder se convierte en una realidad.
Vivir en nuestro interior la pelea de un viejo pescador que, tras 84 días seguidos sin pescar un solo pez, se lanza a la penúltima aventura de su vida con una fe ciega en su futuro éxito y leer paso a paso su lucha, con tal detalle que parece que lo vivimos, que nos duelen nuestras propias manos y sentimos también el calambre en la espalda, hace que El viejo y el mar de Ernest Hemingway supere con creces a la mayoría de libros de autoayuda que en el mundo han sido. Una primera lección que debemos grabarnos a fuego es aquella que nos dicta la razón cuando somos capaces de aprovechar nuestras fortalezas al cien por cien, sabiendo que aquello contra lo que luchamos no podrá jamás superarlas…
…Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos, aunque son más nobles y más hábiles…
Y, por fin lo logra. ¡Llega su gran momento! La pelea ha terminado y lo que queda ya es pan comido. No es un sueño; la creencia en el poder de uno mismo es la mejor arma para llegar a alcanzar los sueños. Pero, como dice el viejo Santiago, nada es fácil.
Cuando crees que has alcanzado el anhelo más increíble de tu vida, en el camino de vuelta te encuentras con otro obstáculo más grande. Aún así, te quedan fuerzas para pensar y seguir creyendo…
… Pero el hombre no está hecho para la derrota – dijo -. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.
Puedes luchar contra los obstáculos utilizando tu inteligencia y tu sabiduría, pero no puedes luchar contra la fuerza bruta de aquellos que vendrán a arrebatarte lo que es tuyo, simplemente porque son más y más fuertes que tú; sin embargo siempre deberás tener presente una certeza, aquella que te hará creer que hay una victoria más allá de la que tú veías como la más grande. Una victoria que tu lucha te trae en bandeja y que ni en tus más profundos sueños podrías haber imaginado. De nuevo el niño aparece, noble y limpio de pensamientos que puedan distorsionar la alegría de ser él mismo el que lleve al viejo la gran noticia inesperada.
Libros de autoayuda hay muchos y muy buenos, sí, pero ninguno como El viejo y el mar de Hernest Hemingway.
Imagen: El viejo y el mar
por Rafael Martínez | Feb 17, 2020 | Libros
Hoy es el 184 aniversario del nacimiento de Gustavo Adolfo Bécquer y es hoy cuando recuerdo algo que me pasó allá por 1984…
Juraría que no lo soñé, casi podría asegurar que conocí a Bécquer un mes de mayo, en el bar Rodri, junto a mi colegio. Era por la tarde y no hacía mucho calor, algo impropio de esa época. Venía disfrazado de policía, pero el bigote y la perilla le delataron. Se sentó junto a mí, con un botellín en la mano y me contó que una vez hubo en Asia un hombre al que llamaban El caudillo de las manos rojas, el cual vivió una trágica historia de amor por el que tuvo que pasar numerosas pruebas a cual más dura. Atónito me quedé escuchando y más atónito aún cuando descubrí que al hablar de Maese Pérez, el organista, lo reconocí recordando que ya había leído la historia del tal Pérez y ese órgano que sonaba sin que nadie pulsara sus teclas. Botellín tras botellín su voz me iba embrujando. Había leído las leyendas de Bécquer, pero nunca sospeché que un día fuera a escuchárselas contar a él mismo de viva voz. Continuó hablando del embrujo de unos Ojos verdes sin dueña, que se reflejaban en el agua, de delitos cometidos por amor, como el de un hombre que robó La ajorca de oro que pertenecía a la virgen de una catedral para regalársela a su amada, pagando terribles consecuencias por ello. Consecuencias parecidas a las que tuvieron que pagar aquellos que osaron jugar con el diablo en Bellver, según cuenta la leyenda de La cruz del diablo… Los botellines empezaban a pesar.
Otro botellín y otra leyenda; El Cristo de la calavera, La corza blanca, La rosa de pasión,… El policía Bécquer tenía necesidad de contarlo a alguien porque sabía de buena tinta que nadie le reconocería su genialidad hasta después de muerto. Así fue, sí. Tanto diablo, ánimas y misterios harían mella en él y lo sabía. Y hablando de ánimas y mellas, caló en mi especialmente la leyenda de El monte de las ánimas, el cual – aseguraba mi aparición de Bécquer – existe en Soria y no voy a ser yo el que vaya por allí una noche de Todos los Santos, que siempre he tenido mucho respeto a los guerreros templarios, que parece ser que vagan por allí esa noche.
En un despiste intentó hablarme de poesía, pero hábilmente redirigí la conversación puesto que ese tema estaba ya zanjado y se lo demostré enseñándole una reseña de sus poemas en loff.it, una revista digital que todos deberían leer de vez en cuando. Parece que con esa prueba se dio por satisfecho y prosiguió con sus leyendas. Imaginaos la escena cuando de repente gritó: ¡Es raro! Y a fe que lo era, mas ese grito no significaba más que el título de otra de sus leyendas – esta no la había leído -. De esta nueva historia sólo podría contaros que es no apta para personas con propensión a la tristeza, que más vale que os la saltéis si no queréis pasar un auténtico mal rato. Mira que era trágico este Bécquer. Anduvimos así, entre botellines, reviviendo drama tras drama; La promesa, El beso, La cueva de la mora, El gnomo o El miserere.
Unas horas después fue cuando realmente comprendí todo. El maestro Bécquer volvía de nuevo a La venta de los gatos en Sevilla – o eso era lo que él creía que era el bar Rodri -. Evidentemente se había equivocado, pero lejos de sacarle de su error, le empujé a que terminara la última historia, la de la venta de los gatos, a la cual volvía cada 10 años y, al no dar nunca con ella, se metía en un bar cualquiera y perdía la razón.
Se fue por donde había venido y aún yo no sé si lo soñé o fue real. No todos los días se te aparece el espíritu de Bécquer y menos aún para contarte él mismo sus leyendas. Apuré el último botellín y miré sobre la mesa en la que se hallaba la gorra de policía que Bécquer había olvidado. Tal fue mi asombro que me quedé como la mujer de la última leyenda; una leyenda que no llegó a contarme, pero que sí he leído: La mujer de piedra.