Como es verano, algunas lecturas frescas no vienen mal… Aunque, ¡ojo! , que de vez en cuando el mensaje puede ser demoledor.
Voy a contaros un cuento con metáfora. Bueno, es una pequeña adaptación de otro que he leído hace poco y que está basado, creo, en una serie escandinava de dibujos animados. Vamos, que no es mío, y no recuerdo dónde lo he leído (lo siento).

Dice así:

En un reino próspero y con un futuro asegurado, había una princesa cuyo padre quería casar. La princesa no tuvo inconveniente, siempre que se cumpliera una condición que ella iba a poner:

– Tendrá mi mano aquel que me regale algo que consiga sorprenderme de verdad. – le impuso al rey.
– Pero, amada hija, tú tienes de todo – objetó el monarca.
– No todo, padre, – repuso ella – seguro que hay miles de cosas que desconozco y que podrían sorprenderme.

Fue así como la noticia fue corriendo de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, llegando a todos los reinos habidos y por haber. Como el país en el que vivía la princesa era tan próspero y estaba tan cargado de futuro, todos los príncipes, hasta el del más recóndito lugar quisieron ofrecerle a la princesa regalos absolutamente mágicos e inimaginables, tanto que muchos de ellos produjeron verdadero clamor popular.
Hubo regalos como el de aquel príncipe que consiguió, con auténtica magia, una lluvia de estrellas y pepitas de oro; o aquel otro que consiguió transportar hasta allí un majestuso castillo, el castillo más maravilloso que jamás se había visto.

Mas la princesa ni siquiera se inmutaba. Ninguno de sus pretendientes lograba sorprenderla con sus milagros visuales, ni con sus idílicos bailes, con el oro, las joyas, los más bellos corceles, maravillosos vestidos con telas de tacto imposible o los más bravos ejércitos puestos a su disposición.

La princesa no reaccionaba a nada que le pusieran ante sus ojos y así fueron pasando los días, los meses… años, quizás. Y nada. Peo un buen día, cuando el rey casi se daba por vencido y asumía tristemente que su hija quedaría soltera, apareció un príncipe más, que había estado presente en la mayoría de las ofrendas de sus rivales. Apareció con una pequeña caja de terciopelo rojo.

La princesa, con el desánimo causado por meses de decepciones, abrió la caja y quedó maravillada cuando se probó el objeto que contenía. Tanto es así que el avispado príncipe fue, por fin, el que consiguió sorprenderla y logró, por tanto, hacerla su esposa. Muchos años le costó al príncipe descubrir que lo que realmente necesitaba la princesa, lo que le haría feliz era algo tan simple como unas gafas.

Naturalmente, se casaron y fueron muy, muy felices.

¡Ah, que cada cual se aplique la metáfora como más le convenga!.