Kateryna – #VocesdeUcrania

Kateryna es frágil y menuda. Tiene las piernas tan delgadas que, cuando camina, parece que se le van a quebrar a cada paso que da. Pero hoy no hay peligro de que se le quiebren las piernas porque no se mueve. Kateryna está quieta y permanece inmóvil, aterrada por lo que oye, lo que escucha, lo que siente. Muy cerca de donde está su pequeño cuerpo, se distinguen fogonazos, explosiones ensordecedoras, gritos de auxilio y silbidos de balas.

Kateryna mueve los ojos a un lado y a otro cuando, a escasos metros, decenas de botas negras avanzan a toda velocidad sin reparar en ella. Entonces recuerda. Recuerda cuando, sentada en el regazo de su madre, envuelta en el calor del hogar, veía en la tele esos documentales de la Sabana en los que manadas de búfalos hacían temblar la tierra, levantando el polvo y arrasando todo lo que encontraban a su paso. Lo recuerda con una sensación de amargura, preguntándose dónde estará su madre ahora que la necesita. Kateryna está sola. Los brazos de su madre no la envuelven y no escucha el llanto egoísta de su hermano recién nacido. Esos pensamientos revolotean por su cerebro, difusos y, sin embargo, firmes. Como los que le traen de nuevo a su abuelo Nikolai, aunque estos son tristes. A pesar de tener sólo seis años, aún pervive en ella el recuerdo de su abuelo sentándola sobre sus piernas y contándole historias de cuando Ucrania no era esto en lo que se ha convertido.

Kateryna está sola y no se mueve. Sólo puede dirigir su mirada a un lado y a otro y no encuentra nada de su pasado, un pasado de apenas una semana, en el que recuerda a su padre, cuando aún iba a arroparla al meterse en la cama y le daba un beso de buenas noches. Entonces, en el cielo sólo se veían estrellas y se escuchaba el suave murmullo de una oscuridad amable. Desde hace unos días, esa oscuridad ya no existe, ni se ven las estrellas en el cielo. El cielo y la oscuridad ahora suenan como nunca lo habían hecho y Kateryna ruega para que no llegue la noche, porque está sola, sin su madre, que siempre la abraza; sin su padre y su beso de buenas noches; ni siquiera está su hermano recién nacido, con su molesto llanto, que ahora le parece angelical.

Esta mañana Kateryna estaba sola y ha salido a la calle a buscar a alguien que la ayudase. Antes, ha tenido que sortear los cuerpos sin vida de su madre y de su hermano recién nacido. Es tan pequeña e inocente que ha pensado que dormían. Con su muñeca bajo el brazo, ha cruzado la calle. Al llegar a la acera de enfrente, ha sentido un doloroso pinchazo en su espalda cuando la metralla de una bomba despistada se ha incrustado en su espina dorsal. Ahora está tendida en el suelo y no puede moverse. Sólo puede mover los ojos a un lado y a otro y observar las botas negras que pasan a toda velocidad saltando su pequeño cuerpo.

Anochece, Kateryna lucha por levantar un brazo y no puede. No sabe por qué, ni entiende qué ocurre. Tan solo espera que algunas de esas botas negras sean las de su padre, ahora soldado, que parará junto a ella, la cogerá en brazos, la llevará a su cama y le dará ese beso de buenas noches, como lo hacía cuando Kiev era el mejor lugar del mundo para vivir.

Veo volar por los aires la fachada del edificio en el que se encuentra mi casa, corro todo lo que puedo, rezando para encontrar a mi familia sana y salva. Antes de llegar, justo en la acera de enfrente, tropiezo con el pequeño cuerpo de Kateryna. Aún respira. Mueve de lado a lado sus grandes ojos azules. Su muñeca está a unos metros de ella. La cojo y se la pongo entre sus brazos. Pero Kateryna no se mueve. Sólo es capaz de dirigirme su mirada triste, con la que me hace preguntas para las que no tengo respuestas. Le doy un beso -sé que lo necesita- y la abrazo como lo he hecho siempre, con la esperanza, esta vez, de que tenga un final digno y nunca más vuelva a sentirse sola.

(Relato presentado al concurso #VocesdeUcrania de Zenda Libros)

19/ Mar/2022

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