Años después de morir mi abuelo, tras pasar una tarde entera viendo sus álbumes de fotos, presté especial atención a una imagen en concreto; una en la que aparecía junto a mi padre. Observé algo que no encajaba. La expresión de mi abuelo no era la habitual y tenía la mirada perdida, concentrada en algo que parecía estar fuera de la imagen. Me resultó muy extraño, porque él siempre fue una persona alegre, cercana, muy sociable y pocas veces se mostraba triste o desorientado. Sonreía la mayor parte del tiempo y tenía una colección interminable de historias para contar. Era un tipo con el que cualquiera pasaba un rato agradable y entretenido escuchando sus innumerables anécdotas, que narraba con una voz ronca fruto de una rotura de cuerdas vocales que había sufrido en la guerra. El carácter afable y risueño de mi abuelo chocaba con la expresión que tenía en aquella foto. Poco tiempo después encontraría la explicación y mi vida daría un vuelco.

Mis padres me adoptaron cuando apenas contaba con unos meses de vida. Nunca podré agradecer la suerte que tuve cuando ellos me eligieron. De mis padres biológicos nunca supe nada, ni he tenido la tentación de saber de ellos en ningún momento. La vida me la dieron ellos, los que son mis padres, los auténticos, los que me han llevado de la mano hasta conseguir que sea quien soy. Mi vida ha sido feliz y esa felicidad se remató el día en que conocí a Martina, la que sería mi esposa poco tiempo después de conocerla. Mi familia la acogió como una más desde el primer día, sobre todo mi abuelo, que se encariñó con ella en muy poco tiempo y siempre la trató como si también fuera su nieta. El cariño, la confianza y la honestidad eran valores que siempre me habían inculcado en mi familia y que seguí sembrando en mi vida en común con Martina. Pero ahora tenía que mentirle. El hallazgo de la fotografía me obligaba a ello.

Cuando se tomó esa fotografía yo aún no formaba parte de la familia, pero el lugar en que fue tomada es uno de los mejores recuerdos de mi infancia y lo guardo en mi memoria con especial cariño. Recuerdo una casa de Moralzarzal, situada en el centro de un extenso jardín en el que mi abuela se esmeraba en plantar flores y árboles que, aunque pequeños entonces, con el tiempo han servido para dar sombra en las calurosas tardes de verano. En la foto aparecían mi abuelo y mi padre, sentados sobre un banco de piedra pegado a la verja que delimitaba nuestro terreno con el de la casa de al lado. Mi abuelo estaba de frente a la cámara, pero sus ojos se desviaban hacia la derecha, como disimulando. Sin duda, a juzgar por la expresión de su cara, en ese momento había visto algo que lo desconcertó. Saqué la foto del álbum y me fui a casa. Allí la digitalicé y pude observarla con mucho más detalle. Amplié la zona a la que miraba mi abuelo y lo que vi me dejó sin palabras, a punto de desmayarme. No podía creerlo.

A partir de entonces empecé a encajar las piezas. Recordé lo que mi abuelo me había contado una tarde en la que estábamos los dos solos, sentados frente a frente en la cocina de la casa. La historia que me contó tenía mucho que ver con la expresión extraña de la fotografía. Tuve una corazonada y decidí que había llegado el momento de volver a Moralzarzal.

Mi abuelo Antonio no era de Moralzarzal, sino de El Boalo, pero sus padres se trasladaron a Moralzarzal cuando él todavía era un niño. Allí creció y se formó como cantero, que era un oficio del que vivían muchas familias en el pueblo. Allí también, se enamoró de Emilia en el momento en el que sus miradas se cruzaron por primera vez. Se casaron y vivieron un año de felicidad que culminó con el nacimiento de su primera hija, a la que llamaron Victoria. Y entonces estalló la Guerra Civil. Una guerra es un despropósito, una sucesión de acontecimientos desastrosos que viven los que la sufren. Incluso, llega un momento en el que la mayoría ni siquiera sabe por qué lucha contra otro que podría ser su hermano. Mi abuelo no tenía una ideología clara. No era de izquierdas, ni era de derechas. Él sólo quería seguir viviendo tranquilo con su mujer y su hija. Pero le tocó vivir ese momento allí, en Moralzarzal y allí fue donde se unió al ejército republicano. La parte positiva era que siempre estaba en el pueblo o alrededores. Se ocupaba de mantener y defender uno de los polvorines que había en El Retamar, con lo que, al menos, podía estar cerca de su familia y dormir en su casa de vez en cuando. Además, tuvo también la suerte de contar con la compañía de su amigo Félix Segura, al cual le encargaron la misma tarea. Una tarde al finalizar su jornada, como cualquier tarde, fue a buscar a Emilia para abrazarla, pero Emilia no estaba y Victoria, su hija, tampoco. La casa estaba vacía. Mi abuelo contaba con la posibilidad de que ocurriera alguna desgracia, pero siempre había considerado que era algo lejano y que, al final, no ocurriría. Ocurrió y le dejó inmerso en una insoportable incertidumbre. Nervioso y extrañado, salió a la calle a ver si las veía.

—¡Ay, Antonio, que se las han llevado! —se escuchó una voz al otro lado de la calle.

—¿Quién se las ha llevado? —respondió Antonio.

—No lo sabemos —intervino su amigo Florencio—. Unos hombres que no había visto nunca, las han cogido y se las han llevado a las dos.

Los padres de Emilia habían estado sirviendo en la finca que el Marqués de Torrelaguna tenía en Moralzarzal. Esta relación nunca había supuesto ningún obstáculo a la familia, pero al estallar la guerra, cualquier relación con la derecha o la izquierda, según donde se encontrara cada uno, implicaba un riesgo para unos o para otros. En esta ocasión fue Emilia la que sufrió las consecuencias y, con ella, su hija Victoria. Emilia y Antonio habían hablado en varias ocasiones acerca de esta posibilidad, pero ninguno de los dos tenía la certeza de que pudiera ocurrir. Más bien al contrario. El ser humano siempre piensa que le ocurrirá a otros cualquier desgracia que pueda pasar, y nunca a uno mismo. Emilia sabía que, llegado el momento —si llegaba—, aún tendría tiempo de avisar a Antonio para poder, al menos, despedirse. Antonio estaba seguro de que ella le había dejado alguna señal, algo a lo que agarrarse y que pudiera convertirse en el único nexo entre ambos en la distancia. Él llevaba meses haciendo lo mismo cada día. Un día se sumaba al anterior y todos los días eran calcados. Siempre lo mismo; de casa al Retamar, el sol abrasando su cabeza, un bocadillo, el paso de las horas sin incidentes, un rato de conversación con Félix y vuelta a casa. El día en el que esposa e hija desaparecieron de Moralzarzal, Emilia ya sabía que aquello iba a suceder. Le había dejado a mi abuelo una carta en el bolsillo de su chaqueta. En ella le decía, además de un montón de frases dulces y deseos no cumplidos, que había llegado el momento que siempre habían temido y que, de alguna forma, volverían a encontrarse, porque la vida no podía darles ese golpe sin una recompensa. Mi abuelo siempre tuvo la esperanza de volver a verlas y la mantuvo el resto de su vida. Pero ahora el que estaba en riesgo era él. Más que nunca, debía mantenerse con vida para dedicarla a buscar a su esposa y su hija. A la mañana siguiente acudió con la carta al polvorín del Retamar, como todos los días. Cavó muy profundo introdujo en una caja de metal la carta de Emilia, junto con las fotos, y la enterró dentro del agujero, al fondo del polvorín. Aquella mañana el mismísimo Enrique Líster, comandante de la 1ª Brigada Mixta del Ejército Popular,  se presentó ante él. Mi abuelo, sin otro fin que el de salvar su vida, hizo algo que le dejaría una herida incurable en el alma.

—¡Soldado Higueras! —saludó Líster. ¿Alguna novedad?

—Ninguna, mi comandante.

—Ha llegado a mis oídos algo que…

—Sí, mi comandante —interrumpió Antonio—. Por fin se han llevado a esa zorra. Menudo lío podría haberme formado. Si llego a saber esto, ¡anda que me habría casado yo con ella! Lo siento por la niña, pero a saber si no la habría convertido en otra traidora como ella.

—De buena te has librado, Antonio —respondió el comandante.

—Totalmente, mi comandante, totalmente.

Félix permanecía a su lado, fija su mirada en el horizonte, tratando de no hacer ningún gesto y sin mover un músculo de su cuerpo. Cómo pudo mi abuelo contener las lágrimas y mantenerse sereno mientras el comandante estaba allí, sólo él lo supo. Cuando vio que Líster se alejaba, agarró un extremo de la chaqueta, lo mordió con todas sus fuerzas y emitió un grito ahogado que le rompió varias cuerdas vocales. Lloró como nunca lo había hecho y juró venganza. Félix lo abrazaba intentando consolarlo, pero sin éxito.

El día que mi abuelo me contó esta historia tan triste, sentados los dos frente a frente en la cocina de su casa, una lágrima se le escapó deslizándose por su rostro y, con un movimiento rápido la hizo desaparecer al instante. Siempre pensó que yo no me había dado cuenta. También me contó que nunca pudo recuperar la carta de Emilia, junto con las fotos de ella y su hija. Cuando terminó la guerra, fue al Retamar para sacarlas del agujero en el que las había escondido y no fue capaz de encontrarlas. Había pasado ya mucho tiempo y la esperanza de encontrar a su mujer y su hija se desvanecían. Hizo todo lo que pudo por saber de ellas, pero no consiguió hallar una mínima pista. Llegó un momento en el que se rindió, aunque nunca las olvidó. Rehízo su vida, volvió a casarse y amó a su nueva esposa como sólo él sabía amar. A pesar de su pasado dramático, pudo crear una fantástica familia a la que yo tuve la suerte de unirme.

Me confesó que era la primera vez que contaba esto y me hizo prometer que nunca diría nada. Yo aún era muy joven y, aunque me dio pena mi abuelo, no fue algo que me marcara, ni mucho menos. Esa historia, que yo nunca desvelé a nadie, cumpliendo mi palabra, se quedó en algún lugar de mi cabeza escondida en mi memoria. Mi abuelo quiso decirme algo que yo entonces no capté. Años después, encontré la fotografía y descubrí que todo empezaba a encajar.

El día que decidí hacer lo que pensaba que mi abuelo me había pedido, tuve que mentir a Martina. Ella lo supo desde el primer momento, pero me dejó marchar sabiendo que mi viaje ese fin de semana no era por asuntos de trabajo. Supe que no me creía y ella supo que no le decía la verdad. No podía hacerlo, ya que le había prometido a mi abuelo no contar nada de aquello, nada de la fotografía que había encontrado y de la que disponía como pista para resolver el misterio.

Llegué a Moralzarzal por la mañana. Era temprano y una atmósfera inestable empujaba a tomar un café. Aparqué el coche delante de la plaza de toros y me dirigí hacia El Albero. Aunque no hacía calor, la terraza de El Albero me invitaba a sentarme allí y disfrutar de ese café que me pedía el cuerpo. Hacía bastantes años que no visitaba Moralzarzal. Desde que mi abuelo murió me generaba mucha tristeza ir allí, pero, en esta ocasión, era necesario. Saqué la foto de mi cartera y volví a contemplarla mientras terminaba el café. Dejé dos euros sobre la mesa y fui directamente a la Avenida de la Salud para ver qué había sido de la casa. Me sorprendió comprobar que todo estaba igual que el día que la había visto por última vez, cuando mis abuelos aún eran los propietarios. Al morir mi abuelo, mi padre la había vendido a unos veraneantes que decidieron marcharse a vivir a Moralzarzal todo el año, obteniendo de la venta una cantidad nada desdeñable. No intenté entrar. No conocía a los actuales propietarios y tampoco era cuestión de presentarme allí, sin avisar, y contarles que yo era el nieto de los antiguos dueños. No me apeteció, sin más. Lo que sí me apeteció fue dar una vuelta por el pueblo antes de ir al Retamar. De camino al Retamar volví a observar la foto, más bien esa parte de la foto que me había dejado atónito el día anterior. Tuve algunos remordimientos por no haberle dado al relato de mi abuelo la importancia que merecía. Alguna vez, durante estos años, me había preguntado por qué me había elegido a mi para esa confesión. En mi familia era bien sabido que yo era el nieto preferido, motivado a buen seguro por el hecho de que yo era adoptado y quizás fuera ese el motivo por el que me convertí en su fugaz confidente. El caso es que allí estaba, conduciendo por la rotonda de Carlos Soria, preguntándome cómo no me había dado cuenta antes de todo. Puede que, si hubiera visto aquella foto algunos años antes, mi vida no habría sido igual. Mi mente viajaba a un lugar diferente al que me encontraba en ese momento, con el riesgo evidente de sufrir un accidente. Menos mal que pude reaccionar a tiempo y volver a mi carril antes de chocar con el coche que venía de frente. Con el susto aún en el cuerpo, llegué a la urbanización El Retamar y aparqué a un lado del camino, a la entrada de la urbanización. El resto del trayecto al antiguo polvorín había de hacerlo caminando.

Aunque mi abuelo me había descrito el camino minuciosamente —ahora sé que su intención era que yo fuera allí—, me costó encontrarlo. De frente a la entrada circular, cuyas paredes interiores estaban revestidas de ladrillo, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Lo que estaba a punto de encontrar iba a impactar en mi estado emocional y yo ya lo intuía, aunque debía comprobarlo antes. Fui allí a buscar la carta y las fotos que Emilia le había dejado a mi abuelo el día que se la llevaron y que mi abuelo fue incapaz de recuperar. Tenía poca esperanza de encontrar algo en un agujero por el que habían pasado más de ochenta años, además de contar con la posibilidad de que alguien hubiera encontrado la caja de metal que contenía esos recuerdos. Esto era lo más seguro, aunque tenía que intentarlo. Pasé el resto de la mañana y gran parte de la tarde dentro de aquel agujero. Removí la tierra y cavé por varios sitios sin fortuna. Horas después estaba agotado, la tarde caía y no estaba dispuesto a quedarme allí dentro sin luz. Hice un par de intentos más, pero no conseguí nada. La caja de metal de mi abuelo no estaba allí. Decepcionado, salí del polvorín, sacudí toda la arena y el polvo que se había acumulado en mi ropa y fui hacia el coche lamentándome por el fracaso de mi misión.

Entonces ocurrió algo. Si es verdad que el destino está escrito, al menos una parte del mío tenía que estarlo.

Mis manos estaban cubiertas de barro y suciedad, tanto que no podía meterme así en el coche y conducir. Me asomé por encima de las vallas de algunas de las casas de la urbanización, buscando a alguien que me permitiera usar su manguera para limpiar mis manos. Tuve suerte. Un hombre mayor entraba en su casa, le pedí el favor y accedió. Me limpié bien y, cuando terminé, el hombre me invitó a pasar y me ofreció una cerveza. Como era obvio, aquel hombre quería saber cómo había ensuciado así mis manos. Como ya me había dado por vencido y había tirado la toalla con mi empeño en rendir este pequeño homenaje a mi abuelo y siendo yo el único que conocía una historia acerca de la cual empezaba a dudar, no tuve inconveniente en contársela a aquel señor tan amable. Le narré la pequeña odisea de mi abuelo, tal y como él me la había contado. El hombre escuchaba con mucha atención y sin pestañear. Cuando terminé de contarle, sin mediar palabra, se levantó y desapareció por el pasillo de su casa. Un minuto después volvió a aparecer con algo en la mano. Era la caja de metal que tantos quebraderos de cabeza me estaba generando. Antes de dármela, me confesó que sabía quién era mi abuelo Antonio y me contó cómo había llegado la caja a sus manos.

Resultó que este hombre era el hijo de Félix Segura, el amigo de mi abuelo. El día que mi abuelo enterró la caja en el polvorín, Félix Segura contempló la operación y parece que no lo consideró muy apropiado, por lo que, en un descuido, la desenterró y la llevó consigo. La escondió en su casa durante años, hasta que un día decidió que lo más conveniente era dársela a su hijo y que éste la tuviera siempre a buen recaudo, convencido de que algún día alguien la reclamaría. Ese día había llegado. Cuando puso la caja en mis manos, temblé, acaricié la caja despacio, tomándome el tiempo necesario para saborear ese momento que ya había dado por imposible. Abrí la caja y allí estaba la carta junto a las fotos de Emilia y Victoria. Primero cogí la carta, la desdoblé y la leí. En ella Emilia decía que todo lo que pudiera ocurrir que fuera a separarlos, no era más que un momento fugaz en la vida eterna que les esperaba. Le decía también que no tuviera ninguna duda de que el vínculo que había entre ambos nunca se rompería y que llegaría un día en que él comprendería lo que ella estaba intentando explicarle en esa carta. Emilia sabía que el momento en el que irían a por ella llegaría tarde o temprano y ya tenía escrita la carta desde antes de que ocurriera el fatal acontecimiento. Por supuesto, su hija se iría con ella. Era lo único que le pedía, que no la separaran de Victoria. Con el padre alistado en el ejército, el futuro de la niña se tornaba muy incierto. Sólo Emilia podría cuidarla.

Tras leer la carta, cogí las fotos. Primero me fijé en la de Emilia, una mujer guapa, con un gesto dulce, de esos que parece que te calman nada más verlo. Comprendí que mi abuelo se enamorara de ella en el instante en el que se cruzaron sus miradas. Después cogí la de Victoria y no pude contener una exclamación de asombro. No podía creer lo que estaba viendo. Saqué de mi bolsillo la vieja fotografía de mi abuelo y mi padre y comprobé lo que ya tenía claro. Eran una copia una de la otra; eran como dos gotas de agua. Traté de contener la emoción y no hablé mucho de la caja, la carta y las fotos con mi anfitrión. Me limité a darle las gracias y cambié el tema de conversación. Estuvimos charlando un rato acerca de lo que había evolucionado el pueblo en los últimos años y el hombre aprovechó para contarme algunas anécdotas más acerca de la guerra, obtenidas de la memoria de su padre. Al final, cuando me marchaba, supe que tenía un nuevo amigo y que debía visitar Moralzarzal mucho más de lo que lo había hecho en los últimos años.

Cuando llegué a casa, era tarde. Entré despacio para no despertar a Martina, pero no hizo falta. Estaba despierta, inquieta porque no la había avisado de que tardaría en volver. La conversación con mi nuevo amigo se había alargado más de la cuenta. Esto, unido a que esperaba que le dijera la verdad sobre mi ausencia, hacía que Martina estuviera a la defensiva antes de empezar a hablar. Cuando fui a abrazarla, levantó el brazo y frenó mis intenciones.

—¡Es muy tarde! ¿Dónde estabas? —me preguntó increpándome. Con el gesto asustado esperaba una respuesta convincente—. Sé que me has mentido.

—No te he dicho la verdad, porque no podía —respondí—. Pero deja que te cuente, ahora lo comprenderás todo.

Antes de continuar hablando, salí de la habitación y me dirigí al salón. Dejé la caja de metal sobre el aparador. Mientras buscaba entre los libros, dentro de los cajones de la mesa de centro, o en el cofre de madera en el que guardamos decenas de fotos en papel que nunca hemos ordenado, Martina me observaba muy enojada, como si estuviera siguiendo al sospechoso de alguna fechoría. Continué buscando sin parar, repasé una a una todas la fotos del cofre, hasta que encontré la que buscaba.

—Mira, Martina —le dije. Fíjate bien.

—He visto esa foto cientos de veces —replicó. No sé qué quieres enseñarme exactamente.

—Fíjate en tu cara, en tu pelo, en tus ojos.

—No entiendo qué quieres que vea.

Entonces cogí la caja, saqué las fotos antiguas de mi abuelo y le enseñé la de su hija, Victoria.

—¡Cómo se parece esa niña a mi madre! ¿De dónde has sacado esa foto?

—Es tu madre, Martina —respondí sin vacilar. Pero espera, que hay más.

Saqué de mi bolsillo la otra foto, esa en la que estaba mi padre junto a mi abuelo, él con la mirada fija en algo que estaba fuera del encuadre. Martina experimentó la misma sensación que yo cuando vi la imagen por primera vez y lloró de emoción. Cuando se calmó, quiso saber.

—¿Por qué no me lo contaste desde el principio?

—No podía, cariño. Me habrías tomado por loco si te digo que mi abuelo Antonio era también el tuyo.

Estoy seguro de que, en el momento de tomar aquella foto, mi abuelo descubrió que la vida le había devuelto una parte de su querida Emilia, de su querida hija Victoria a quienes no volvería a ver, convertida en una niña de la que no dudó en ningún momento que era su nieta. A continuación, saqué la carta que Emilia le había puesto a mi abuelo en el bolsillo de su chaqueta hacía tantos años. La leímos juntos. Y todo encajó. Martina comprendió el motivo del cariño profundo que mi abuelo sintió siempre por ella. Yo comprendí porqué me había confesado a mi aquella historia de su vida. Ambos comprendimos la felicidad de nuestro abuelo, el abuelo que compartíamos, sabiendo que, tal y como Emilia le había prometido, la vida le había dado su recompensa.