Cuánto daría y por haber estado en aquel momento en la calle Pretil de los Consejos, en la cueva de Zaratustra, concretamente, para poder participar de una conversación tan fuera de mi alcance, diciendo cosas como Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. ¡Eso es hablar de política! Estoy ahí, lo noto; cierro los ojos y me veo de camino a la calle Montera, a la taberna de Picalagartos, que es como la llama el genio. Ese lugar en el que Max Estrella – ilustre poeta – empeña la capa para poder pagar un décimo de lotería que toca seguro. ¡Como que es un capicúa de sietes y cincos! No hay duda, no la tiene Max, ni Latino, ni el mismísimo “Rey de Portugal”, mientras siguen bebiendo rute. Veo cómo el rute les afecta al cerebro no sin darme cuenta de que estoy ante un cráneo privilegiado. Al tiempo, de fondo, una revuelta proletaria anima las calles de Madrid y en ella se pierde la Marquesa del Tango – la Pisa Bien – con el décimo birlado a Max estrella.
La revuelta y la bebida, junto con la búsqueda de la ladrona del décimo, discurren sin cesar y acaban llevando a nuestro ilustre poeta a buscar su décimo en la buñolería modernista – hoy conocida como Chocolatería de San Ginés – para terminar dando con sus huesos en el calabozo de “La Delega”, el Ministerio de la Gobernación. En lo que conocemos como edificio de la Comunidad de Madrid, vaya. Intento seguir sus pasos, pero me lo impide la presencia de dos guardias, mas puedo escuchar de lejos la sublime conversación entre Max y el preso que le ha tocado de compañero, uno al que llaman anarquista, un cartel que niega argumentando que es lo que de él han hecho las leyes.
Menos mal que Max consigue salir de allí, gracias a la intercesión de amigos influyentes. Hace frío y me estoy helando, pero no pienso perderme el final de esta historia y sigo los pasos de la pareja protagonista que camina sin pausa hacia el café de la calle Colón en el que se encuentran con… ¡Rubén Darío! En este punto es en el que me doy cuenta de que lo que me está ocurriendo no puede ser real. Paso horas absorto, mirando, escuchando, aprendiendo. Casi no me doy ni cuenta de que Max y Latino ya se han ido. Los he perdido y no voy a llegar al final. Huelo sus pasos en el Paseo de Recoletos – el paseo con jardines, como lo llaman ellos – para dar al final, no sin atravesar algún obstáculo en mi paseo por una calle del Madrid austríaco – la de Felipe IV, supongo – para continuar por la Costanilla de los Desamparados hasta llegar al Callejón del Gato donde vuelvo a ver a los dos personajes con los vapores del alcohol haciéndoles delirar ante unos espejos que explican gráficamente lo que es un esperpento.
¡Mala sombra! Veo cómo mi idealizado Max Estrella suelta sus últimas bocanadas de aire y cómo su alma se desprende de su cuerpo a la vez que su cartera, de manos del ruin Latino de Hispalis. Y decido que no voy a ir al entierro; ¿para qué? ¿para sufrir más junto a Collet y Claudinita – madre e hija del difunto? De hecho no puedo ir, porque esto no es real. No señor. Pues acabo de despertar y entre mis manos tengo Luces de Bohemia, la mayor obra de teatro jamás escrita con la pluma del maestro, del genio Valle Inclán… ¡Cráneo privilegiado!